SOLEDAD Y ESTIGMA

Patricia Tovar – LIBEN

 

Estoy despertando de ese sueño en el que tengo una doble percepción: me miro como una huérfana, quien a su vez mira un grupo de huérfanos hacinados, encerrados. Soy una huérfana recientemente consciente de su condición, que mira su cuerpo en el cuerpo de quien apenas ha podido sobrevivir a la violencia. Qué es este lugar, un campo de concentración, un páramo de muerte, la imagen de la guerra interminable. Lo que veo son moribundos, cuerpos secos, miradas desoladas. Miro mis manos, yo también tengo la marca invisible del estigma, entonces, despierto.

 

Erving Goffman se pregunta qué pasa cuando un estigmatizado y un “normal” se encuentran participando en una misma interacción social, y plantea que el estigma no es un atributo sino una clase de relación entre el atributo y el estereotipo (Goffman, 2006).  La marca que es impuesta o agregada a la identidad social de una persona, evidencia una relación entre la construcción social de una expectativa y las formas colectivas de desacreditación. Se dirigen tanto al cuerpo como a la procedencia, al género, la situación económica de alguien e incluso las propias convicciones y los propios anhelos. Esta relación de estigmatización desplegada socialmente de manera continua, es una forma eficaz de normalización y de ataque a la diferencia. En mi sueño, este mundo doloroso de marcas invisibles está ahí frente a mí y conmigo, acompañándome. Quiénes son los normales; Goffman apunta que aparentemente aquellos que no se apartan de las expectativas particulares que están en juego en un determinado entorno social, son considerados y tratados como “normales”.  Al ser conceptos relacionales, tanto el estigmatizado como el normal se co-generan, se intercambian. Quizá deseamos escapar a la experiencia del estigma, agregando a nuestra identidad carcasas de normalidad, reales o virtuales; participamos en este juego perverso de fantasmas, atributos y estereotipos. En mi sueño, un hombre con el cuerpo esquelético me mira fijamente y su mirada se convierte en la mía, siento que él me reconoce y entonces yo me asumo como una huérfana. No alcanzo a entrever cuál ha sido la primera marca impuesta, estoy ahí, estoy aquí experimentando este dolor ajeno que es mío.

 

En las redes sociales puedes “jugar a parecerte a…” o si lo prefieres puedes “jugar a encontrar tu nacionalidad oculta o tu futuro” da igual, son  estas formas en que la red produce y confirma estereotipos y estigmas. La ansiedad se incrementa e intentamos ponernos más adornos, más capas de normalidad, la “necesidad” de aceptación y la violencia de la exclusión adquieren formas mediatizadas tecnológicamente, que se han globalizado. ¿Qué lugares nos quedan para el regocijo, la contemplación y la sensualidad? Es posible que sean los espacios pequeños de interacción social, tal vez en ellos aún se definen formas de contacto y de cuidado de sí y del otro. Es ahí donde podemos experimentarnos fuera de la normalidad y fuera del rechazo, pero apelar al contacto físico parece hoy anacrónico. El aislamiento y la soledad que produce el estigma, parecen ser componentes centrales de las redes sociales junto con la violencia cibernética, los bots y los haters; estar aislado es experimentar la exigencia colectiva de normalidad. El éxito, el reconocimiento y el prestigio, terminan siendo también otras formas de estigmatización.

 

El estigma como control también se dirige a la eliminación de toda fuerza crítica, de toda disidencia u oposición significativa que cuestione el régimen imperante de normalidad. Se trata de formas diversas de negación del otro y sobre esta violencia descansan muchas de nuestras  relaciones sociales. Es posible hablar de una especie de ignorancia teleológica en que nos hallamos unos respecto de los otros. Los vínculos de confianza y de intimidad se han quebrado para dar paso a un complicado juego de satisfacción inmediata de las expectativas. En esta sociedad del estigma lo grotesco no es la deformidad física sino el cinismo con el cual se aplican políticas de exclusión, discriminación, racismo, misoginia. Sin embargo, en medio de la nada, en el aislamiento, alguien vive y se arregla un espacio propio; silenciosamente se libra de la normalidad. El escandaloso grito de los normales frente a la monstruosa grandeza del caos. El sueño blanco de las masas frente a las desviaciones eróticas disidentes. ¿Lo que queremos es ser superficiales, felices y satisfechos con la normalidad? Hoy como en un relato de cyberpunk todo parece tener “el siniestro sabor de las juventudes hitlerianas”. Hoy nuestro lenguaje “tiene ese falso brillo de los folletos de las cámaras de comercio”[1] y ¿creemos en ello absolutamente, es este futuro pulcro el que estamos imaginando? Lo aterrador es lo perfecto. La variación, la diferencia, la imperfección, la excrecencia, lo corporal, lo sucio, lo negro, lo de abajo, es lo divino. El humor y los humores entremezclados. De pronto hay que romper el vaso, hacer nuestras pequeñas catástrofes.

 

Soy una huérfana condenada a muerte que conserva la dignidad y la valentía. Soy una de esas niñas guatemaltecas encerradas y abusadas que supieron oponerse, desenmascarar y enfrentar su propio fin en aras de la justicia para otras muchas niñas afuera, lejos o cerca. La violencia a gran escala y la violencia dirigida a grupos específicos o minoritarios han tenido un incremento desde los años noventa del siglo XX. Appadurai plantea que “las fuerzas de la globalización promovieron las condiciones para el crecimiento de la incertidumbre social a gran escala y para el incremento de la fricción de lo incompleto, lo uno y lo otro emergentes de la dinámica entre las categorías de minoría y mayoría. La angustia de lo incompleto (siempre latente en el proyecto de pureza nacional completa) y la sensación de incertidumbre social relativa a las categorías etno-raciales a gran escala pueden dar lugar a una forma desenfrenada de mutua estimulación que se convierta en el camino al genocidio” (Appadurai, 2007 p24). Esta violencia a gran escala y dirigida, aparece hoy en la cotidianidad de la red, de las interacciones sociales, de los medios, de la vida cada vez más cargada de odio y de ira, ese “plus de odio que produce formas nunca antes vistas de degradación y de vejación del cuerpo y en el propio ser de las víctimas: cuerpos torturados y mutilados, personas quemadas y violadas, mujeres destripadas, niños con miembros cortados y amputados y humillaciones sexuales de todo tipo ¿Cómo enfrentarse a ese excedente de violencia que con frecuencia tiene lugar en acciones públicas, a menudo entre amigos y vecinos y ya no se realiza de manera encubierta en que en el pasado solían llevarse a cabo las vejaciones en las guerras entre grupos?”(Appadurai, 2007 p24).  Un efecto de la sociedad del estigma es producir una normalidad globalizada y narcisista como el propio Appadurai lo ha planteado también. Este “narcicismo predatorio” dirige su violencia a la diferencia en sí misma, en una pretendida pulsión por lo “completo” por lo “estable”, lo limpio. Dado que la eliminación de la diferencia es imposible, esta sociedad narcisista nos conduce al genocidio y la extinción. Quizá hoy la forma más subversiva que tenemos de oponernos a esta violencia a gran escala, es la conversación a pequeña escala, el contacto, la sensualidad, el vacío y el propio silencio. Ser abiertamente “anormales” diversos y celebrarlo, abrazarlo, permitir que crezca. Cuerpos imperfectos, incompletos, negros, indígenas, marginales. Crear una estética de la diferencia, una tecnología de la imperfección y el error. Aceptar la falla, vernos como huérfanos y sin nación.

 

 


 

Referencias:

Arjun Appadurai (2007) El rechazo de las minorías. Tusquets, Barcelona.

Erving Goffman (2006) Estigma: la identidad deteriorada. Amorrortu editores, Madrid.

 

[1] Estas dos frases entrecomilladas (las juventudes hitlerianas y el falso brillo de las cámaras de comercio) aparecen dichas por uno de los personajes del cuento “El continuo de Gernsback” escrito por William Gibson.

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